“Nunca tuve miedo de morir, soy un hombre de Tres Corazones”, dijo tiempo atrás, en 2014, cuando gambeteó una infección urinaria.
Y lo dijo así, con mayúscula, porque conoció el valor de ganarse la vida desde el fondo de su propia historia, precisamente allá, en Tres Corazones, ese rincón de Minas Gerais despojado de abundancias en el que nació.
Edson Arantes do Nascimento, Pelé para todo el mundo, llenó de hazañas los libros futboleros. Ahí está Wikipedia con sus números y sus renglones repletos de logros. Desperdigadas por el planeta entero hay historias suyas contadas en todos los formatos. El Rey Pelé ha muerto, que viva el Rey.
El 29 de noviembre volvió a ingresar en el hospital israelita Albert Einstein de San Pablo por ese cáncer de colon que le venía erosionando las energías. Y a los 82 años su corazón dijo basta. A jugar a otra cancha, con los duendes de Tres Corazones, y con los miles de corazones que lo acompañaron en vida.
Pelé fue un adulto muy joven, fue un hombre extrovertido, un amigo del poder y de la imagen que siempre le devolvió el espejo. Pero, por sobre todas las cosas, Pelé fue un jugador extraordinario en el más literal de los sentidos.
Campeón mundial en Suecia 58 a los 17 años, volvió a coronarse en Chile 62, en una Copa del Mundo en la que recibió más patadas que satisfacciones. Hasta que en México 70 tocó el cielo con las manos, como faro de un equipo que, más que un equipo fue una constelación de estrellas.
Ese Brasil (Félix; Carlos Alberto, Brito, Piazza, Everaldo; Clodoaldo; Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino) no tenía un genio, no tenía un conductor, un diez: eran todos diez del medio hacia adelante.
En cierto modo fue jugador de un solo club: el Santos, desde donde cautivó al mundo entre 1956 y 1974. Después, en el Cosmos de Nueva York, estuvo, es verdad, entre el 75 y el 77. Pero más que jugar, en los Estados Unidos lo que hizo fue divertirse y facturar.
Hasta que Diego Maradona saltó a escena Pelé reinó sin objeciones. Nunca pudo ganar la Copa América con Brasil, como sí pudo hacerlo Lionel Messi justo en este 2022 glorioso para el fútbol argentino. Pero más allá de sus títulos, de estrellas y corazones, su legado está atado a ese objeto del deseo redondo y fiel.
Porque cuando la pelota viajaba hacia él, por aire o al ras del piso, se entregaba mansa y tranquila a su sabia intuición.
Si le llegaba por abajo, ella sabía que le esperaba un recorrido atrapante, indescifrable, un paseo en montaña rusa hasta estacionarse en la red. Y si lo hacía por arriba se producía el acto de magia que sólo Pelé supo construir: se elevaba como por una escalera invisible, la dominaba con el pecho y le pegaba el latigazo para llenar las bocas de gol.